Es muy fácil escribir
si crees en algo,
si tienes una idea o si
te interesa un tema.
El problema viene
cuando necesitas escribir
pero dentro tienes
un imperio de dos mil
años de antigüedad alzado en armas,
los anillos de Saturno
soltando trocitos de hielo como hojas,
un árbol en el campo,
amarillo, ancho y frío,
un cadáver arrugado en
una cama bajo el sol,
mañanas de invierno
siendo el más solo del patio,
unas raíces de hierro
que no te dejan ser feliz,
un océano que ha
hundido tantos soles como miedos,
una generación que
perdió lo que quería por temerlo,
un panteón antiguo que
se pelea por el trigo,
un grupo de gente sin
nombre,
una playa vacía donde
tumbarse a dormir,
una punzada que Lorca
habría sabido explicar,
una risa incontrolable
que se esfuerza por arder,
un río ancho y viejo
donde las rocas guardan nombres,
varios comienzos de
novelas que saben que sólo serán eso,
años de luchar por
jugar de delantero centro en el recreo,
un campo de batalla
donde hay menos banderas que muertos,
unas ganas de existir
que van a escribir aunque te griten,
un ejército de orugas
que no saben qué es el otoño,
un bosque seco que aún
cree en el siguiente día,
una foto desteñida de
alguien que ya no sabes quién es,
unos padres que te
quieren con tanta ternura que duele,
unas ganas de llorar
que ni siquiera se atreven a eso,
una bestia arrogante
que muerde, grita y se revuelve,
una calma inexplicable
que confía en agua y viento,
un sol del sur capaz de
existir sin hablar,
un silencio nacido del
choque de ideas
o unas ganas infinitas
de cantar con la voz
que ya hace años que
nadie sabe que es la tuya.