El leñador murió aplastado por una
rama de árbol
durante una tormenta;
había tanto viento que la sangre
formaba olas
y el color rojo se quedaba quieto
frente a la noche.
El pescador se ahogó
después de engancharse con un trozo de
red rota
entre las piedras de una playa en
Chile.
Su cuerpo fue como un globo durante un
rato,
el agua estaba fría y él estaba frío
y ningún pez
se acercó a tomarle el pulso.
El encargado del matadero sufrió una
parada cardiorrespiratoria
después de una larga hemorragia
interna
provocada por la cornada de un toro
en las fiestas populares de su pueblo.
Dicen las enfermeras que su corazón se
paró sin mucho esfuerzo,
que durante horas la morgue olió a los
ojos de animales con miedo.
El banquero murió
atropellado
por un camión del banco
en un cruce de camino al trabajo.
No había nada en sus huesos rotos que
recordase al dinero;
el peso del camión cargado de billetes
nuevos hizo aún más difícil para el conductor
frenar a tiempo.
El político se desangró
en la cocina de su casa
de veinte habitaciones
tras recibir dos disparos de un ladrón
que en el fondo lo único que quería
era salir con vida.
La alfombra hecha de las pensiones de
las viudas
fue una esponja suave y toda la sangre
se quedó allí sin protestar mientras
la democracia
se levantaba por la mañana sin ningún
problema
para prepararse el café.
El cazador furtivo,
un ario ultraderechista,
murió de malaria
en su cama,
sin nadie que le dijera adiós,
ni un gato que mirase el cadáver,
ni un perro que esperase que se
levantara,
el viento a veces se paraba en el
quicio de la ventana;
el mosquito que lo infectó sigue
posado sobre la rama
del árbol que crece
gracias al cadáver mutilado
de un leopardo.
Al poeta lo mató un vecino
que comprendió
que la mujer de la que hablaba el poeta
en uno de sus poemas
era su esposa.
No hubo pelea.
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