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viernes, 2 de septiembre de 2016

S.E.E.A. (Síndrome de la Eterna Espera Absurda)

Mi mayor problema es que siempre
estaré
esperando a alguien.
Cada mañana que me levanto
pienso
en que cuando vaya a una librería,
o a un bar,
o a cantar a la calle
voy a cruzarme con alguien que,
sin dudas
por una vez,
haga que ya no me haga
falta
pensar
en enamorarme nunca más.
Mi mayor problema
es que sé
que no sólo es absolutamente falso,
sino también terriblemente dañino,
y probablemente la razón del fracaso de la grandísima
mayoría
de mis relaciones sentimentales.
Pero,
desgraciadamente,
y sin duda debido a mi terrible
inmadurez
emocional,
no puedo evitarlo.
Ni siquiera sé,
así de ridículo soy,
ni siquiera sé
cómo sería,
qué quiero.
No sé si le gustaría la misma música
que a mí
o seríamos de esos que se pasan la vida
quitando los discos del otro en el coche;
si se vendría conmigo al cine en verano a las cuatro de la tarde
a ver películas de serie B
por el aire acondicionado y las palomitas.
Ni siquiera tengo claro
si le gustaría Led Zeppelin o los videojuegos,
si creería en Dios o sería de mar o de montaña,
si tendría un piercing en la nariz o preferiría
Bach a Wagner o Mozart a Brahms.
Supongo que si no sé
nada
de qué es
lo que espero
(nada
es nada,
ni si le gustaría el fútbol o despertarse temprano
o el vino o la ciencia-ficción
o el inglés o fijarse en cómo mira
la gente
o conducir de noche o la luna o
pensar en la muerte
o escribir de madrugada o dibujar
con bolígrafo
o debatir o los suricatos
o la civilización
egipcia),
la pregunta más evidente
es
cómo coño pretendo
reconocer
si alguna vez me pasa
lo que tengo
la infantil y errónea esperanza
de que pase.
Supongo que sólo espero
que si nos miramos
no se pare absolutamente nada ni me haga mejor persona,
no salgan rayos de sol de las estanterías o flores
del suelo de gres,
sino que sólo,
una décima de segundo,
no vea una librería ni un bar
ni una calle,
sino el mar que siempre veo
cuando cierro los ojos para calmarme;
un mar indistinto e ilocalizable,
una playa ninguna,
una sensación de limpieza y frío y anchura,
un sitio que no puedo describir
con palabras
que no sean primarias y tranquilas,
como azul y nieve y mañana.
Y luego volverá a ser todo de madera y gres
y olerá a café
y habrá gente hablando de que ayer ganó el Madrid
o alguien se acercará a echarme una sóla moneda
de veinte
céntimos,
y me dolerán las manos del frío y la guitarra,
y veré Crónicas Marcianas apoyado en una esquina
y el suelo será de piedra y habrá
saquitos de azúcar frente a mí:
pero ya sólo podré ver azul y nieve y mañana
y no escucharé nada más que lo que se escucha viendo el mar
y todo lo que me pesa el pecho
dejará de estar ahí
porque se habrá ido yendo
con las olas,
un poquito cada vez
hasta que sólo haya agua,
y ya
para siempre.

Slam poet.

Un tío me dice,
con sus pantalones de skater y su barba
de cuatro días,
que no sé qué es la poesía y que lo que hago
no es arte y es fácil y las palabras
no están pensadas y que no se puede
improvisar.
'Verás, respondiéndote
en un registro adecuado
te diré
que los árboles infinitos
de los bosques septentrionales,
superpuestos sobre el negro más tinta
de la medianoche invernal,
destacan más en ése su contexto natural
que tu opinión sobre el de tu
mediocridad'- le digo, y tras un segundo,
añado-
'Hijodeputa'.
Que igual
se me pierde en la metáfora.