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lunes, 1 de abril de 2019

Una isla con castillo

La muerte son flores y barcos en el alféizar,
una cafetería donde las tostadas no saben a nada
y dos sillones de cuero donde esperar a algo.
Son demasiados perfumes en una habitación cerrada
y pañales sucios bajo las sábanas anchas,
raíces llenas de insectos transparentes
y dos vuelos de vuelta donde no poder dormir.
Es un cenote bajo la lluvia cubierto de plantas
y una risa exagerada capaz de agrietar las ventanas;
doscientas treinta y dos tardes en la playa,
arena en los tobillos y cangrejos en las rocas.
La muerte son bocadillos caros en un bar de la esquina
y tu madre tan tranquila que parece un cumpleaños:
son primos a los que no conocías y a los que no vas a conocer
y el sol por fin en los brazos y en la piel.
Son estampas de la Virgen junto a cremas hidratantes
y maquillaje para no ver lo que no tiene pensado esconderse,
castillos hinchables con un jerséi en la cintura
y olas de dos metros que te quitan el bañador.
Es un desmayo en una terraza y tres semanas de fingir
que todo sigue como antes;
son flores y barcos en el alféizar
donde ahora estará otro.