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domingo, 7 de diciembre de 2014

Justicia poética.

El leñador murió aplastado por una rama de árbol
durante una tormenta;
había tanto viento que la sangre formaba olas
y el color rojo se quedaba quieto frente a la noche.
El pescador se ahogó
después de engancharse con un trozo de red rota
entre las piedras de una playa en Chile.
Su cuerpo fue como un globo durante un rato,
el agua estaba fría y él estaba frío y ningún pez
se acercó a tomarle el pulso.
El encargado del matadero sufrió una parada cardiorrespiratoria
después de una larga hemorragia interna
provocada por la cornada de un toro
en las fiestas populares de su pueblo.
Dicen las enfermeras que su corazón se paró sin mucho esfuerzo,
que durante horas la morgue olió a los ojos de animales con miedo.
El banquero murió
atropellado
por un camión del banco
en un cruce de camino al trabajo.
No había nada en sus huesos rotos que recordase al dinero;
el peso del camión cargado de billetes nuevos hizo aún más difícil para el conductor
frenar a tiempo.
El político se desangró
en la cocina de su casa
de veinte habitaciones
tras recibir dos disparos de un ladrón
que en el fondo lo único que quería era salir con vida.
La alfombra hecha de las pensiones de las viudas
fue una esponja suave y toda la sangre
se quedó allí sin protestar mientras la democracia
se levantaba por la mañana sin ningún problema
para prepararse el café.
El cazador furtivo,
un ario ultraderechista,
murió de malaria
en su cama,
sin nadie que le dijera adiós,
ni un gato que mirase el cadáver,
ni un perro que esperase que se levantara,
el viento a veces se paraba en el quicio de la ventana;
el mosquito que lo infectó sigue posado sobre la rama
del árbol que crece
gracias al cadáver mutilado
de un leopardo.
Al poeta lo mató un vecino
que comprendió
que la mujer de la que hablaba el poeta
en uno de sus poemas
era su esposa.
No hubo pelea.

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