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martes, 25 de enero de 2011

Porque yo quiero.

Su día a día estaba lleno de cosas sin sentido. Cuando entraba en su casa y veía que otra vez la mesa y otra vez arroz o pollo (y como El Quijote), la mirada se le iba al espejo para regodearse en verse encanecer lentamente. Cuando hablaba con alguien y le faltaba el aliento a mitad de frase, y al pararse a respirar miraba el cielo y veía el gris, sin color de color, se veía a sí mismo poniendo la mesa y calculando la altura de los edificios y cuál tendría ascensor.

Y bajo su mirada de siempre la gente no adivinaba más que el azúcar, por favor, sólo eso, cuánto es y joder, otra vez está lloviendo; y sólo sus manos lo veían de verdad, porque sus manos no mentían y hablaban de hombre a hombre con él.
Pero sus manos no eran más que eso, no eran más que la página 29 del manual de anatomía, y entonces él las miraba y se preguntaba cómo era posible que tanta página no hablara de eso.
Sin embargo, él no es más que lo que yo escribo, así que ahora sus manos son de todos y todos podemos ver cómo esas manos tocan el piano para nosotros y el cielo ya no es ni de lejos gris, sino que es del color de un contraste de ácidos. Es un color que no molesta. Y como yo quiero, ahora es un hombre feliz que siempre encuentra la mesa puesta.
Porque lo que no sabéis es que los Rousseaus y los Tolstois son sólo sus manos, nos da igual el resto, sus manos son palabras. Y porque yo quiero, el resto ya no importa, nunca nos ha importado,
                                                       en el fondo,
                                                                       somos felices, aunque no lo parezca.

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